Una mujer en el vestidor… PARTE 2

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La primera vez que fui #UnaMujerEnElVestidor fue en Coatzacoalcos, Veracruz, en 2007 si no mal recuerdo. En aquel momento, en un largo pasillo amarillo del Palenque por donde caminaban los luchadores (Místico -el primero-, Pedro Pirata Morgan, El Intocable e incluso un jovencísimo La Sombra enmascarado), recuerdo que desfilaron frente a mí antes de despojarse de su equipo de trabajo. Aún en ese momento, intentar legitimarse para no pasar como un aficionado disfrazado de reportero, fue difícil. Porque encima de eso, había olvidado que era yo mujer.

Cuestión de género o no, el mundo de la lucha libre está lleno de hombres, las mujeres que ‘habitan’ al interior de los vestidores son en primer lugar luchadoras, esposas, novias, hijas, familia en general, tanto de luchadores como de las personas que organizan y llevan a cabo las funciones; difícilmente (pero ha ocurrido, no dudo), fanáticas entran a este espacio tan íntimo.

Vaya, no es común que mujeres ajenas a este trabajo puedan estar dentro. Cuando llegué a trabajar a la Ciudad de México en una empresa internacional de lucha libre, la historia no fue diferente. Antes de darme un manual de cómo hacer mi trabajo, lo primero que me dijeron fue: “Nada de relacionarse con luchadores”. En ese momento me pareció un mantra que debía repetir para conservar mi trabajo.

La primera vez que puse un pie dentro de un vestidor de esa empresa, las caras fruncidas y las cejas en alto fueron muchas, especialmente con la vieja guardia. ¿La razón? No me dieron un bautizo como a luchador y porque otra vez, repito, no dejaba yo de ser mujer (que no pertenecía a ninguna de las anteriores denominaciones ya mencionadas, lo cual me diera una razón, aparte del trabajo, para merecer estar ahí dentro). Mucho menos, porque había una mujer que tenía que dar indicaciones, para pedir fotografías en momentos poco amables (bajando del ring, enojad@s, cansad@s, herid@s, golpead@s) y sin embargo, la consigna por parte de mi jefe era: ¡No se te puede ir nada! Y así lo acaté.

Me metí en todos los espacios, recorrí arenas acompañada solamente de mi cámara, la cual colgaba de mi cuello (con más o menos unos 2 kilos), mascaba chicle (salvo cuando se grababa la función que no se me permitía) y tomaba cada espacio, momento y situación. Todo quedaba registrado en una fotografía.

¿El problema? Seguía siendo mujer. Seguía teniendo que aguantar chistes sobre mi persona (la mentadísima carrilla), insinuaciones fuera de lugar e incluso, que se dudara de mi sexualidad por parte de la gente con la que trabajaba a diario. Sí señor, así es. Mi aspecto jamás fue el propicio para que la gente se me echara encima, pero sí por el trabajo que realizaba. Muchos se acercaban con ese pretexto y otros más, sencillamente con la intención de adular para conseguir un favor.

En la lucha libre se llega a conocer a la gente, profundamente, desde la psique hasta el cuerpo con las lesiones y nada más, todo lo demás es una fantasía. Uno nunca llega a saber qué es eso que se piensa en las charlas de vestidor, entre l@s luchadores y bajo las capuchas, son secretos que ahí se quedan.

Desde la mirada externa, especialmente desde el lente de una cámara, hay gente que brilla más que otra, gente que tiene ‘ángel’ y otra no tanto; gente que posa muy bien pero sobre el ring no funciona igual e incluso, personajes que arrasan en el cuadrilátero pero una vez que se despojan del equipo es preferible echarse a correr… de todo hay, como en la vida.

¿Es fácil ser #UnaMujerEnElVestidor? Nada en la lucha libre lo es, ahí radica la magia y adicción, una mujer que trabaja en un mundo de hombres (los medios de comunicación lo son también) es una jungla divertida en la que vale la pena internarse de vez en cuando y ver, caras que siguen (y seguirán más que nunca), levantando cejas y preguntándose, ¿Qué hace #UnaMujerEnElVestidor?

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